EL TRAFICO EN LAS MILONGAS (Por Lidia Ferrari)
Quizá los lugares de baile no son sino una pista reducida que
remeda el tránsito febril de una ciudad. ¿Podrá definirse el estilo de
una ciudad por su tráfico vehicular? ¿Será que así como se transita
en la ciudad se baila en una milonga?
He querido comparar el fluir en las milongas de Buenos Aires con el
tráficoo en la ciudad de hace más de 30 años, según la amorosa
descripción que hace Florencio Escardó y no con el tráfico actual de la
ciudad, algo más acelerado, imprudente y caótico. Por suerte todavía
no ha llegado este estilo de tránsito a las milongas, al menos en la
mayoría de ellas.
Hace más de treinta años el tráfico en la ciudad de Buenos Aires
obedecía a ciertas leyes que todavía hoy están en vigencia, aunque el
incremento en la cantidad de vehículos, cierto deterioro en las formas
de comportamiento, la exacerbación de un torpe individualismo, han
convertido el tráfico en la ciudad de Buenos Aires en algunas partes de
la ciudad en un lío cotidiano.
Por lo tanto no tomaremos para esta relación la situación actual
del tránsito de Buenos Aires, sino el tráfico vehicular en la ciudad,
tal cual lo vio y pensó hace más de treinta años Florencio Escardó[1].
Su mirada de Buenos Aires y los porteños, no pierde lucidez pese a su
declarado amor[2]. Sólo que ha cambiado la ciudad desde entonces. No
se avistaban aún desmanes y rapiñas de décadas posteriores. Una ciudad
diferente pero que conserva algunos de sus encantadores caracteres,
quizá supervivientes porque son sus cimientos, su sustancia.
Antes de arribar al tránsito urbano Escardó analiza con sabio ojo
clínico la afectividad del porteño. En su descripción muestra el amor
que los porteños tienen por su ciudad. Este modo peculiar de amar,
dice: “le permite sustituir la presencia por la remembranza, tal
alguien que estuviese soñando con la mujer que tiene entre los brazos,
sin darse demasiada cuenta de su corporal proximidad”. Una
ciudad amable y amada. Sus rasgos generosos en la cordialidad, sus
rasgos conviviales en la amistad, le permiten pese a la agresividad
de toda gran ciudad, pese a su prisa, perdurar en los valores de la
amistad y afabilidad entre sus gentes. Eso encuentra el viajero: una
ciudad cordial. Sus gentes son amables, se dirigen al otro, lo
reciben, lo tienen en cuenta, a veces para timarlo o para robarle,
pero sobre todo para hospedarlo. Los porteños se tienen en cuenta. Una
de las principales diferencias con otras grandes y pequeñas ciudades,
se refleja en ese intercambio, a veces sin palabras, que se siente al
caminar por sus calles. Uno no se siente solo. La velocidad de la
vida cotidiana no impide tomar café con amigos. Los bares siguen siendo
lugares de encuentro, quizá diversos de las animadas tertulias de
otras décadas pero no del encuentro amistoso para hablar. El porteño
siempre se hará el momento para charlar, para comer con amigos.
Para Escardó Buenos Aires tiene la inteligencia de la
improvisación, de la espontaneidad, del repentismo. Sus descripciones
ayudan a pensar la circulación de los bailarines en las milongas,
asunto no tan sencillo[3].
Sospecho que en el espacio de las milongas sobrevive esa ciudad
algo lejana donde el desafío de ocupar espacios, de ganar batallas por
el propio lugar no estaba reñido con el del respeto por el espacio
ajeno. Sin duda un equilibrio delicado, el de poder ocupar el propio
lugar sin desmedro del lugar de los otros. Así habla Escardó de la
ciudad porteña: “La inteligencia es también una playa de
convergencias para la porteñidad. Buenos Aires es una ciudad
inteligente;... La inteligencia de que se goza en Buenos Aires
pertenece ínsitamente a la ciudad como entidad específica; no es la
suma mental de sus habitantes. La inteligencia, tomando la palabra en
el sentido de agilidad cerebral y de rápida comunicabilidad, es un
fluido penetrante y penetrado de la urbe”. En la milonga se trata
de esa agilidad necesaria para no pisar a los otros, para no
chocarlos y para ir hacia ese pequeño hueco donde cada uno puede hacer
sus firuletes.
Escardó sostiene, además, que todo el que viene aquí, del interior o del exterior del país, al poco tiempo adquiere “la
velocidad ideatoria capitalina, el tempo relacional de la urbe en
donde las comunicaciones se canalizan y reverberan con elástica
facilidad”. Florencio Escardó observa esto en los mozos de los
restaurantes, en el colectivero que en aquella época hacía todo, además
de conducir: vender los boletos y recibir el dinero. Observa esta
rara habilidad, la de un orden espontáneo merced a esa destreza
improvisada. Estos rasgos permanecen aún hoy, sólo que se han añadido
otros que pervierten los positivos resultados de antes o quizá,
llevados a su propio extremo, pierden algo de su simpatía.
Así como los que vienen a las milongas de Buenos Aires observan la
gran diferencia con las europeas o norteamericanas, también Escardó
tiene algo para decirnos. “En Buenos Aires las cosas suceden de un
modo total y absolutamente distinto, diría que en oposición
diametral; ni las señales, ni los trazos en el piso, ni las flechas,
ni los carteles directores y advertidores, han conseguido reducir en
algo la necesidad de improvisación del porteño”. Observa al vigilante que ordena el paso de acuerdo a sus simpatías y humores, practicando “el goce de quien usa su facultas ludendi”.
La vocación por eludir la rutina y lo calculado, crea cierta
libertad en el modo de transitar. Lo ejemplifica con el taxista que
trata de evitar los semáforos. Cada taxista tiene un recorrido que cree
es original para evitar semáforos y atascos.[4]
Pero no nos interesa detenernos en el complicado tema del tráfico
de la ciudad sino en el de las milongas. Esta reflexión surge al calor
de las polémicas que existen en otros países, donde se discuten las
reglas, los códigos, las formas de bailar en la milonga. Es posible
ver en algunas de las milongas extranjeras cierto caos o dificultad de
bailar, aunque la cantidad de bailarines por metro cuadrado sea
ostensiblemente menor que en Buenos Aires. Como muchos ya han viajado y
han tenido la oportunidad de conocer las de Buenos Aires, también hay
muchos que tratan de enseñar, si son maestros o cultivar, si son
bailarines, ciertos códigos que observan en las milongas de aquí. Como
resultado de ciertas pautas que se pueden deducir del funcionamiento
en las milongas porteñas se intenta importar el mecanismo observado. Y
no se encuentra otro medio que el tratar de imponer reglas. Entonces,
la forma de lograr cierto orden se intenta a través de imposiciones,
de códigos a respetar. Esto surge de la idea de que se puede legislar o
decretar estos códigos de convivencia milongueras. Obviamente, en
las milongas porteñas ese orden improvisado es el fruto de tantos
años de una cierta cultura del intercambio y ausente de leyes
expresas. La dificultad en remedar a las milongas porteñas es que esos
comportamientos son producto de costumbres, hábitos, comodidades
cristalizadas en una forma, sin necesidad de decretos o leyes de
ningún orden. Se trata de la precipitación de esas agilidades, tanto
físicas como mentales, en la forma de bailar para acomodarse en el
espacio.
El espacio puede escasear pero el bailarín no intenta apropiárselo
sino compartirlo para su felicidad que también es la de todos.
No lo hace por generosidad sino por el egoísmo de fecundar un espacio colectivo donde todos puedan bailar bien.
Parafraseando a Escardó cuando habla del tránsito en Buenos Aires, en las milongas porteñas “cada
uno es responsable de lo que va construyendo con una indefinida pero
definida confianza en la propia inteligencia y en la inteligencia de
los demás”. De eso se trata en las milongas porteñas donde el
bailar en consonancia con otros requiere de cierta inteligencia para
que uno mismo pueda bailar y, por traslado directo, que los demás
puedan bailar. Se trata de “locos hiperlúcidos” centrados en
lo propio, con tal rapidez para ver alrededor, para estar conectados
con los otros, mientras no obedece a más reglas que las propias,
reglas que se comparten, pues todos comparten este afán versátil.
Todos pertenecen a un compartido de individualidades, en el cual cada
uno quiere evitar los embotellamientos, los atascos. Escardó
reflexiona que aquel que se mete en un resquicio para poder pasar
(pensemos en 1971, no en la actualidad), hace lo mismo que todos y es
así que en lugar de que choquen o confronten, pasan sin tocarse. Así
en las milongas, el arte de aprender a bailar el tango requiere
también del aprendizaje de este otro arte. El bailar con otros al
mismo tiempo, en el mismo espacio. Ir a los resquicios que quedan para
no chocar. Moverse como se desea pero sin colisiones, pues eso no le
agrada a nadie. Para Escardó el obstáculo era el “marmota” o el
“dormido” que no reaccionaba para lograr meterse en el resquicio y que
todos pudieran seguir adelante. De allí que las bocinas se usaran
para despertar al dormido. Dirá que en “otros lados los problemas
del tránsito son mecánicos y espacio-temporales; en Buenos Aires,
equilibrios mentales en los que se complace la sutil y arbitraria
inteligencia del porteño”.
Esta natural tendencia a la improvisación que observa Escardó en el
porteño, en la ciudad, es la que necesariamente será la habilidad a
la que deberá recurrir el bailarín en la milonga. Improvisación de
su baile y, sobre todo, improvisación en esa marea humana que se
traslada simultáneamente por la pista. Si existen códigos implícitos,
ellos surgieron a la luz de esas improvisaciones complementarias para
ayudar a que todos pudieran bailar juntos. Porque eso quiere un
bailarín, bailar lo mejor posible, como el conductor quiere llegar
pronto a su destino. Por lo tanto su acción, para llegar a su
objetivo, individual, personal, narcisista, como se quiera llamar, es
que sea una acción inteligente para él y, por añadidura, también para
los demás. Esta inteligencia, como dice Escardó, es el resultado
casi inconcebible de una adaptación interpersonal permanente,
continua, renovada y renacida en el seno de una inaudita capacidad de
improviso”. Todos “se hallan presos y libres en la misma incertidumbre”.
Es una inteligencia individual pero que está en consonancia con
algo que sobrevuela el espacio de todos. Sin esto, no habría milonga
posible, con tantas gentes apretujadas entre sí y bailando y
disfrutando de un baile que, para peor[5], también es improvisado en
el interior de cada pareja.
Esta capacidad de improvisación, de repentismo, de ingenio para
salir del paso, es prototípica del porteño. Puede resultar en una
“avivada” y por lo tanto, encontrar la víctima que la padezca, pero
también es parte de un mundo en el que todos están con todos. Donde
nadie se pierde nada de lo que pasa alrededor además de estar muy
atento a su propio mundo. Sin duda esta ingeniosidad relacional, que
satisface al más acendrado narcisismo tanto como a la pulsión
gregaria, está en el origen de que en una milonga muy llena de gente
aún se pueda bailar. Obviamente, estos espacios se han ido
deteriorando cuando esta ingeniosidad o inteligencia se ausenta, ya
sea por recién llegados que carecen de estas virtudes, ya sea porque
la cantidad excede las posibilidades de este bricolage bailante.
Es notable como en las milongas de otros lugares se puede ver que
el narcisismo, el individualismo es diferente del de los porteños que,
sin duda, también es fuerte. Este otro es egoísmo infantil, en el
sentido que las personas están tan poseídas de sí mismas que bailan
como si los otros no existieran. Este egocentrismo se da malísimamente
mal con el espacio colectivo. Por lo tanto se verán milongas donde
los egos dominan la escena y los tímidos se achican y no bailan. En
cambio, el narcisismo que circula en las milongas porteñas tiene como
supremo valor el bailar bien. Este buen bailarín puede contemplar al
otro, darle su lugar y hasta competir con él, permitiéndole la
existencia, para permitírsela a sí mismo. El espacio compartido
entonces no es resultado de legislaciones duras que impiden u obligan
que las personas bailen de tal o cual manera. No hay leyes al respecto.
O las hay de modo tácito, implícito. Las del respeto no por las leyes
que son algo extra personal, sino de las propias leyes, las
individuales, las que conducen a encontrar el placer del baile propio
que es el de todos.
Sin duda que la ciudad de Buenos Aires, actualmente ha deteriorado
esta capacidad plástica de organizarse en el espacio vehicular. Como
ocurre en las calles aledañas a las milongas, en ocasiones entra a a
ellas este deterioro que inhibe la inteligencia. Cuando el caos arribe
a las milongas (si eso llega a ocurrir) la imposición de códigos no
dará el mismo resultado que la espontánea organización del fluir
acompasado de bailarines.
[1] Escardó, Florencio. “Nueva geografía de Buenos Aires”. Editorial Américalee. 1971
[2] Dice Florencio Escardó en el Proemio: “ ...mi Geografía es un libro de amor a Buenos Aires y amar a la ciudad es una de las más poderosas determinantes del alma porteña.” Pag.9.
[3] Decimos que no es tan sencillo al ver lo que sucede en milongas que no son las de Buenos Aires. La espontaneidad con que se da la circulación en las milongas porteñas, contrasta con los esfuerzos que se hacen en otros lugares para repetir la experiencia.
[4] En los últimos tiempos algunos están más resignados al fragor y la impotencia cotidiana y llegan a decir “toméselo con calma porque todas las calles están igual”.
[5] Sólo irónicamente puede decirse este “para peor”. Lo más bello del tango es su posibilidad de improvisación permanente.
Fragmento de mi libro "Tango. Arte y misterio de un baile". Corregidor, 2011
www.tangoarteymisterio.blogspot.com
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------